La filosofía nace en la pólis y no puede nacer más que en la pólis. Pólis debe ser
tomado aquí en un sentido esencial: una colectividad humana que tiende a
autogobernarse y a autoinstituirse. La filosofía misma no es más que una
dimensión de ese esfuerzo que aspira a la autoinstitución, puesto que
constituye un rechazo de las representaciones simplemente heredadas,
simplemente instituidas, y pretende establecer las representaciones verdaderas
a través de la actividad autónoma del pensamiento humano. Desde el inicio, la
filosofía se instaura en un espacio colectivo y como un proyecto colectivo, y
no por la actividad de uno solo; la filosofía no es una revolución profética y
los primeros filósofos no aparecen como portadores de una Revelación. La
filosofía se instaura como discurso controlable, pretendiendo ser controlable
por todos y dirigiéndose a todos. Ya en lo que probablemente es la apertura del
libro de Heráclito, a pesar de sus tono aristocrático y desdeñoso, resulta
claro que el autor escribe un libro dirigido a todo el mundo y diciendo a
todos: debéis pensar de otra manera, tenéis motivos para pensar de otra manera
pues el lógos es xynós[1],
el pensamiento, la capacidad de penetrar las cosas, se halla en todas partes y,
a la vez, es común a todos los hombres. La filosofía aparece así como una
dimensión del movimiento democrático en las ciudades griegas (no se conoce
ningún filósofo espartano o corintio, tan sólo “sabios”) y, más tarde, de un
movimiento en las sociedades europeas que aspira, más o menos confusamente, más
o menos explícitamente, a quebrantar el orden establecido. Puede decirse, en
consecuencia, que para que la filosofía nazca y, más generalmente, para que
haya emergencia del proyecto de autonomía social e individual, es preciso
romper la clausura de la institución. [...]
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