La
experiencia del desinterés es la que
originó en la historia de la humanidad esa aventura asombrosa a la que llamamos
historia de la filosofía. Este es el sentido profundo del término mismo que nos
ocupa, “filo-sofía”. Filosofía quiere decir “amor por el saber”. “Saber por
saber”. Un saber que no es saber para esto o para lo otro, sino un saber que
es, meramente, “saber por saber”, “saber desinteresado”
y, por tanto, saber “de todos” y “de nadie”, saber “de cualquier otro”. Por
eso, la primera respuesta a nuestra pregunta, ¿para qué sirve la filosofía?, es
para nada.
Platón y Aristóteles insistieron repetidamente en que la filosofía había
nacido del ocio. Y así es, en efecto,
ya que solo en un ocio radical es posible estar radicalmente desinteresado. Cuando ya no se trata de hacer con las
cosas esto o lo otro, cuando ya no se trata de utilizarlas o de defenderse de
ellas, cuando ante ellas –podría decirse- nos aburrimos solemnemente, ¿qué ocurre? Ocurre que contemplamos
entonces las cosas desde un lugar en el que lo único que podemos hacer es asombrarnos por el mero hecho de que
sean esto o lo otro, e incluso, asombrarnos
de que en general sean, de que
“haya algo” en lugar de no haber “nada”. Es entonces cuando se puede formular
la pregunta que un día formuló el filósofo Leibniz y que, en seguida, fue
aceptada como la formulación más profunda del tipo de cuestionar que
corresponde a la filosofía: ¿por qué hay
algo y no más bien nada? [...]
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